ERNESTO BURGOS Sé que el encabezamiento que lleva hoy nuestra página parece uno de aquellos títulos que daban a sus novelas anticlericales las editoriales anarquistas a principios de siglo XX, pero no es ésa mi intención y ya verán si siguen leyendo que la frase se ajusta a la realidad, puesto que la ponzoña, según el Diccionario de la Real Academia, no es otra cosa que una sustancia que tiene en sí cualidades nocivas para la salud, o destructivas de la vida, y eso precisamente traía consigo la sotana de la que les voy a hablar hoy.
La llevaba puesta un sacerdote que llegó a Caborana en octubre de 1927 procedente de Cestona, la villa guipuzcoana famosa por sus aguas medicinales. Dicen que allí son curativas hasta las aguas que lleva el río Urola, que cruza el lugar, y aún son muchos los enfermos que se desplazan a su balneario en busca de remedio contra los males del aparato digestivo, los huesos, los problemas renales o los que afectan a la piel.
El establecimiento se emplaza sobre unas pozas de agua termal que curiosamente empezaron a tener fama gracias a unos perros sarnosos, propiedad del marqués de San Millán, que en 1760 se curaron después de bañarse en ellas, y desde entonces la lista de personajes que pasaron por allí se fue haciendo interminable y en ella figuran tanto miembros de la familia Borbón como el presidente republicano Manuel Azaña, por poner un ejemplo de su diversidad.
En fin, a principios del siglo XX la miseria y las enfermedades provocadas por la falta de higiene no respetaban a nadie, y a pesar de las bondades de sus aguas, la fiebre tifoidea también llegó a Cestona provocando una epidemia que afectó a vecinos y visitantes. Entre éstos estaba un cura que salió de allí hacia nuestra tierra portando el mal y seguramente sin saberlo, ya que el periodo de incubación del tifus dura más de una semana.
Caborana estaba entonces en su esplendor económico, como toda la cuenca minera asturiana, y sufría los mismos problemas que Mieres o La Felguera: las minas daban empleo a decenas de familias que acudían de todas partes ocupando cualquier lugar habitable, y los recién llegados, como es lógico, comían y luego tenían que descomer, también bebían y se lavaban, y aunque no se consumiese tanto como ahora, la acumulación de basura hacía preciso un cambio rápido en las infraestructuras tradicionales, que eran incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos.
El cura viajero entró en el concejo allerano con un malestar general que atribuyó al mareo y la desazón del transporte y decidió retirarse a descansar en su aposento; luego, en vez de mejorar, notó que la cosa se ponía fea y temió que se tratase de otra cosa. Entonces todo fue muy rápido: le sobrevino un dolor de cabeza insoportable, se le disparó la fiebre, tuvo que encamarse y se vio afectado por una diarrea tan extrema que ya no pudo levantarse más. En unos días perdió el sentido y finalmente pasó a engrosar la Corte celestial.
Desde Bustiello, los muy católicos hombres del marqués de Comillas enviaron un médico dispuesto a certificar el fallecimiento de aquel siervo de Dios, pero al cotejar los síntomas lo que se encontró el galeno fue un cuadro que le puso enseguida sobre aviso. Cuando se interesó por la procedencia del difunto sus temores se confirmaron, las noticias que llegaban desde Guipúzcoa eran alarmantes y no le cupo duda de que podía encontrarse ante un caso de tifus.
Dio órdenes de enterrar con rapidez al difunto y de quemar todas sus ropas porque podían estar infectadas, y entonces una de las vecinas palideció, ya que, creyendo que hacía una obra de caridad y dado el lamentable estado en que la descomposición que padecía el enfermo había dejado su sotana, acababa de lavarla en uno de los manantiales que surtía al vecindario y al que acudían a diario muchas mujeres con la ropa sucia de sus familias.
El médico sabía que la fiebre tifoidea es una enfermedad infecciosa que se contagia principalmente a través de los alimentos y del agua contaminada por los excrementos, con lo que tardó segundos en darse cuenta de que la prenda del cura acababa de contagiar a todos los hogares que aquella tarde habían tenido la mala suerte de hacer la colada, así que enseguida supo que se encontraba ante una catástrofe sanitaria.
Y acertó. La epidemia de 1927 supuso la primera prueba para la flamante Asamblea Local de la Cruz Roja que se había creado en Caborana unos meses antes en competencia leal con su hermana de Moreda, lo que incitó a muchos vecinos a integrarse en ella en un momento en el que ambas localidades mantenían un pulso por convertirse en la más importante del concejo allerano. Aquella asamblea organizó su primera junta directiva con el visto bueno de la todopoderosa Hullera Española y la presidencia de honor de Rafael Belloso, que entonces era su ingeniero director, y esta protección acabó dando sus frutos con la cesión por parte de la empresa de un solar para la construcción de su propio local.
Pero, a pesar del empeño que pusieron desde el primer momento los pioneros de la brigada sanitaria, compuesta por 26 personas, entre los que había mineros, empleados y pequeños industriales, que llegaron a habilitar un pequeño hospital para atender a los afectados, la extensión del brote preocupó tanto a las autoridades sanitarias que se ordenó la vacunación inmediata y obligatoria de la población para evitar que se propagase.
Hay que decir que para muchos vecinos aquélla era la primera vez que se encontraban de frente con el misterio de la aguja y que no todos estaban por la labor de dejarse pinchar, porque ya se sabe que una cosa es asumir los inevitables riesgos del trabajo y de la vida cotidiana y otra muy diferente dejarse perforar así, sin poder hacer nada por evitarlo. Además los ánimos andaban caldeados porque los trabajadores se encontraban en medio de una de las huelgas más duras que se convocaron en la minería de aquellos años y cualquier orden de la autoridad no hacía más que echar más leña al fuego.
El caso es que para la historia local queda registrada la intervención de la Guardia Civil, que incluso tuvo que conducir a la fuerza a los más reticentes hasta el botiquín, y aunque al final la medida se cumplió a rajatabla, en los días que siguieron sólo en Caborana se registraron más de cien afectados y los más delicados llevaron la enfermedad hasta las últimas consecuencias.
La censura ocultó enseguida cualquier información sobre la extensión del mal para no alarmar más a la población, y es curioso cómo en la prensa regional no se encuentran noticias sobre esta epidemia; sin embargo, los grandes diarios como «La Vanguardia» de Barcelona o «ABC» de Madrid sí la recogen en sus páginas, y por periódicos tan lejanos a esta tierra como «El Día de Cuenca» podemos saber que en los días siguientes también se registraron casos aislados que pudieron ser controlados sin problemas en lugares como Olloniego o Mieres, donde se culpó de la infección a las aguas residuales de la Alcoholera.
Ahora les diré que el 25 de septiembre de 1928 se inauguró en Caborana la traída de aguas que remataba en una fuente pública levantada en la confluencia de la carretera general con la Reguera de Sinariego (siendo alcalde de Aller el maestro nacional don José Hevia Gutiérrez, se leía en la placa conmemorativa). Se la conoció siempre como la Fuente Viaongay la mayor parte de los vecinos agradecieron el servicio público y no dudaron en aprovecharlo, pero otros tardaron en aceptarlo con normalidad. Entre los que pusieron algún reparo, la mayoría simplemente trató de eludir el contacto con sus aguas, pero hubo casos extremos que evitaron acercarse al lugar rodeándolo siempre que podían.
Igual que sucedió en casos parecidos, con el paso de los años y la muerte de los testigos acabó olvidándose el motivo de aquella precaución, pero subsistió el tabú entre sus hijos y sin saber por qué se mantuvo el convencimiento casi supersticioso de que en aquel lugar había algo insano. Ya ven cómo las creencias populares siempre tienen detrás una explicación. Se tarda más o menos en dar con ella y a veces no se encuentra nunca, pero hoy he tenido suerte y -para qué se lo voy a negar- les parecerá una tontería, pero me gusta firmar esta historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario